Caspalá

Auténtico y bonito pueblo

Llegar hasta Caspalá se siente y se vive como una gran travesía que demanda tiempo, esfuerzo –mucho- y valentía. Para @tripticity_ fue un gran logro. 

Desde la bifurcación de la Ruta Provincial 73 son como unas setenta curvas en pendiente, subiendo y bajando, las que conducen al encantador pueblito entre medio de los altos cerros. 

Salimos temprano desde San Francisco en plena yunga jujeña, tras conocer las fabulosas Termas de Jordán.  

En el camino, primero nos pidió un aventón toda una familia de Valle Grande. Lucila, de diecinueve años, con su pequeño hijo Iñaki en brazos vino adelante con nosotros. Los cinco otros integrantes, cargando el cochecito y la motosierra, de un salto se acomodaron en la caja del cacharro. Fue ella quien nos contó que se encontraban cortando leña para la celebración del Día de Todos los Santos, el 1 de noviembre. 

A ellos los dejamos en la entrada de Valle Grande, donde aprovechamos para almorzar sopa, omelettes y dulce de cayote, y también comprar kétchup del tomate chilto, característico fruto de un árbol autóctono. 

Fue además una parada clave para que nuestros amigos cargasen combustible, no de un surtidor sino de bidones que vendía el mercadito multirubro ubicado justo al lado del comedor del pueblo.  

Es que para visitar buena parte del norte argentino se debe estar muy atento a la cuestión de la carga de combustible, ya que en no todos los pueblos se encuentran estaciones de servicio. 

Continuamos luego hacia Valle Colorado, donde otro lugareño, que esperaba bajo el sol del mediodía el ómnibus, nos pidió que lo acercásemos hasta su rancho. La cara de felicidad de don Antonio cuando accedimos a su pedido, su sonrisa inolvidable sin dientes nos hizo reflexionar sobre la cotidianeidad de la vida en esos lugares tan inhóspitos y lejanos. De un solo brinco se trepó a la caja del cacharro y durante todo el viaje mantuvo esa misma sonrisa, a pesar de los vaivenes; media hora después nos golpeó la luneta avisándonos que allí, en Valle Colorado, terminaba su recorrido. Al bajar, incluso nos consultó cuánto nos debía y luego de nuestra obvia respuesta se fue en agradecimiento. ¡Cuánta corrección y cortesía! 

Continuamos rumbo a Santa Ana, el pueblo que precede a Caspalá. Allí, ya advertimos algunos de los hitos característicos de la cultura de esos pueblos puneños. 

Nos recibió una joven que vestía el tradicional rebozo, quien nos pidió que nos registrásemos en el libro de la oficina de turismo local. Justo al frente, un taller de tejedoras y bordadoras invitaba al visitante a tener una primera aproximación a las vestimentas con coloridas flores. 

 Se hacía tarde por lo que continuamos prestos para los zigzags de la senda restante. Los diecinueve kilómetros desde Santa Ana hasta Caspalá toman dos horas de andar a paso lento, firme y cuidadoso en las laderas de la montaña. 

Luego de cruzar el río Hornos y tras una elevada y empinadísima subida, se llega a la calle principal del pueblo; más que calle, callejón, donde el color del adobe viste las pequeñas construcciones. 

Otra vez era hora de registrarse en la oficina municipal a cargo de Karina, quien nos indicó que para alojarnos en Pueblo Viejo, léase el check in, primero debíamos dejar nuestros bolsos en la puerta de ingreso de nuestra posada -con rapidez pues implica frenar el tránsito ya que lo angosto de la callecita no permite que otro vehículo pase- y luego ascender por la calle San Martín unos trescientos metros hasta la cancha de fútbol, que sirve tanto de estacionamiento como de estadio del Club Atlético Caspalá. Allí todos los autos deben ser guardados, ya que el centenario pueblo no se imaginó nunca la llegada de tantos visitantes; más de diez coches colapsarían las callejuelas. 

Seguimos las instrucciones tal como nos las dieron: tocamos las palmas en la puerta de entrada de Pueblo Viejo. Mónica salió a recibirnos, señalando la ubicación de los cuartos asignados y del correspondiente baño, ambientes todos que miran al patio interno, con galerías de recovas. Tiempo atrás le habíamos hecho la reserva a su marido, Don Cipriano Quipildor, en el entendimiento de que contábamos con dos habitaciones con baño privado cada una, una para nuestros amigos y otra para nosotros. Ante la consulta sobre la cuestión Moni, sorprendida, casi desolada, respondió: “Pues sí, es privado para ustedes cuatro y cuenta con agua caliente”. Le dimos las gracias tratando de transmitirle nuestra satisfacción con su recibimiento y dejar pasar el detalle. Más distendida, luego, nos confesó que nunca logrará entender por qué la gente quiere baño privado. ¡Situaciones esas son las que convierten estas aventuras de @tripticity_ en verdaderos cursos intensivos de sensibilidad, como absorber -de un plumazo- un tratado completo de coaching, como sentir la vida en primera persona, como abrazarla y celebrar y agradecer todo lo que somos! Simplemente, conmueven y obligan a ubicarte en tiempo y espacio, aprender a no dar por cierto, por obvio, las comodidades del día a día. 

Del otro lado de la pequeña galería de techos bajos y pequeños arcos se encontraba la habitación asignada, la que contaba con una cama cómoda con un gran quillango (típica manta norteña tejida), lo que nos aseguraría no pasar frío en la noche. 

Luego Moni nos contó que todos esos abrigos fueron tejidos por su madre, doña Julia, quien -en un momento- apareció agarrada de las paredes pues con los años perdió la vista y la audición. 

Esa fue su casa toda la vida, ahora convertida en la casa del visitante. 

Oscurecía por lo que rápido fuimos hasta el comedor vecino La Cutanita, para asegurarnos nuestra cena. 

Doña Hilda nos atendió, tomó su cuaderno y lápiz y –parsimoniosamente- anotó nuestro pedido. 

Nos invitó a que volviésemos en una hora, ello nos permitió caminar unos cien metros hasta la plaza principal del pueblo a disfrutar lo que pretendía ser una pequeña merienda: una infusión de hierbas de la zona y un café energizante en Flor de Cardón, la cafetería del pueblo que cuenta –por el momento- solo con dos mesas. Gustavo nos instó a que probemos los panes de leche con crema pastelera de manufactura de su compañera María. Si bien ya casi era hora de la cena, nos sentamos y disfrutamos el tentempié. 

Luego nos dirigimos de regreso a La Cutanita. Tocamos el gran portón y Agustín, el hijo de Hilda, nos atendió ubicándonos en la última mesa disponible a las ocho y veinte de la noche. 

La secuencia gastronómica fue así: arrancamos con unas suculentas empanadas fritas de queso, papa, cúrcuma y comino, mucho comino, tanto que todo el recado lucía de un amarillo intenso. De principal las elecciones fueron el estofado de cabrito y las bombas de papa rellenas con queso acompañadas con novedosos fideos municiones tostados. ¡Toda una variante gourmet en Caspalá! Por supuesto todo estuvo exquisito. 

Ésa noche, ya en absoluto silencio, en ese pequeño cuartito de adobe de bajo techo de cañas, se convirtió para siempre en una de las experiencias más singulares de @tripticity_, pues tras terminar de cocinar Hilda se presentó ante los comensales para interpretar sus coplas, con caja incluida, y de yapa enseñarnos un instrumento ancestral típico de muchas culturas: el arpa de boca conocido en Chile y Argentina como trompo. 

Al día siguiente, una mañana fría de octubre, Cipriano nos sirvió el desayuno en la galería angosta de arcos: una infusión de yuyos y bollos caseros. Nos llamó la atención que del techo de la cocina saliese un humito tan temprano en la mañana. Entonces ante la curiosa consulta si es que acaso Moni ya había empezado a cocinar para el mediodía, vino otra enseñanza: “no, el agua para el desayuno se calienta a leña”. 

Siguió una caminata por el pueblo, pasando por la antigua iglesia y el centro de artesanas. Más @tripticity_ no podía partir de Caspalá sin conocer una genuina bordadora, de esas de otros tiempos. Por eso llegamos a la casa de Facundina, justo frente al canchón municipal. En estos pueblos no existe el timbre por lo que golpeamos y golpeamos y nadie aparecía, ni siquiera el perro, hasta que desde la esquina un joven nos consultó si buscamos a Facundina y nos adelantó -señalando- que estaba en la casa de arriba, de visita en lo de su hija, pues había ido a buscar hielo. 

Eso implicaba subir una gran pendiente, así que sin dudar se ofreció a ir a buscarla y así lo hizo. En eso la vimos a ella bajando a toda velocidad a nuestro encuentro. Bajita, sonriente con su típico atuendo bien colorido, nos invitó a pasar a su jardín y desplegando en una piedra una manta fue sacando toda su producción artística, textiles bordados en fuertes colores hechos por ella. Nos contó que su nombre completo es Primitiva Facundina Coronel y que le gustaba que la llamen por su primer nombre. 

En quince minutos nos relató su historia de vida. Simplemente conmovedora, valiente, sobresaliente. Tuvo seis hijos, su marido “no servía para mucho”, pero igual “sacó adelante a su familia”. En sus palabras, “no iba andar regalando” a sus niños pues “eran de ella”, confesándose que alguna vez se los quisieron comprar y que obviamente no aceptó. 

Su educación llegó hasta sexto grado de la escuela primaria y después se dedicó a sus bordados, los que prefiere bien coloridos, con muchos, muchos colores. Elegimos unos mantelitos individuales siguiendo su consejo: uno de cada color. Luego de la compra nos mostró algunas de sus prendas más características como las polleras y los rebozos, el típico poncho exclusivo para mujeres. Fue hermoso conocer a Primitiva. Otro ejemplo de grandeza de esos que el destino no se cansa de obsequiar a @tripticiy_

Luego de esa visita ya podíamos partir de regreso habiendo conocido uno de los pueblitos más auténticos de la región, el que además fue una posta del Camino del Inca, el Qhapaq Ñan, al que se pueden acceder mediante trekkings organizados por los locales hacia los vestigios del Pueblo Viejo. 

Caspalá es de otro tiempo, tanto como su gente de una pureza auténtica. Para @tripticity_ fue, por lo emotivo, una lección de vida.